Un mar de pecas
“Un café con sacarina y un batido de chocolate para la mesa de la esquina”
Allí están sentadas, en la terraza del bar como cada día a la hora de la merienda, una joven madre con su hija, una niña con el cabello rojizo como un atardecer en el mar y lleno de caracoles difíciles de peinar. Están resguardadas del sol bajo un joven sauce que nueve sus finas ramas lloronas al compás de una ligera brisa. Se irán otra vez sin pagar, como todos los días.
El bar no es muy grande, pero dispone además del local, de una pequeña terraza que da a la plaza.
El conjunto resulta agradable. La fachada a dos calles es de cerámica mate color gris. Se cuela por sus ventanales una buena luz que atraviesa los cristales con el logotipo del bar impreso en los vinilos. El interior está pintado en tonos verdes, el techo es más claro. La barra blanca, inmaculada, siempre limpia, aun en los ratos de máximo consumo. Ocho mesas cuadradas con sillas de aluminio y cuero, como las banquetas, dan a diario acomodo a los clientes.
Fuera, una agradable terraza entre los arboles de la plaza y unos maceteros del propio establecimiento. Ahí en otra mesa de la coqueta terraza unos hombres juegan al rabino. Otros, curiosos y atentos, los están mirando. Llevan ya varias horas y se están jugando la segunda ronda y la honrilla del ganador. Alborotan demasiado, pero son clientes fijos.
La gente en el bar
Una pareja está sentada en otra mesa, junto a la puerta de entrada al local con las cortinillas hechas a ganchillo. Dos horchatas, frescas y dulces como sus miradas llenas de juventud y primer amor. Contrasta ese frescor con el calor que desprenden sus tímidas miradas que derriten el hielo que aísla la vida de los jóvenes en su ruda adolescencia. ¡Como calienta el alma un primer amor correspondido envuelto en papel regalo de ilusión!
En el lado opuesto, tres amigas tienen olvidadas sus bebidas mientras consultan sus móviles y cada una cuenta y ríe al ver la pantalla, todas ven lo mismo, pero en vez de enterarse tres veces, forman un revuelto de emociones despistadas.
En la mesa del fondo, la más grande y apartada, bajo una pintura en la fachada que representa un paisaje de montañas, los tres hijos del camarero están haciendo como deberes unos cuadernillos de repaso con poca concentración.
El hombre acerca las consumiciones en una pequeña bandeja. También hay un platico con unas dulces galletas. La mujer que esta con la niña pelirroja no lo mira. El rostro serio está pendiente de su hija. La niña sonríe al camarero y este devuelve el gesto. Antes del batido de chocolate, la niña tiene que comerse el plátano que la mujer ha traído de casa. Lo muerde lentamente, con desgana. Parece que le crece en la mano. Mejor querría un bollo pero la madre sabe lo que le conviene para un buen crecimiento y en verano es imprescindible la fruta.
Una lagrima querría rodar por el mar de pecas de su cara.
Dentro, en la barra, hay oscilación de personas y consumiciones varias. Cada persona es un mundo, cada cual tiene su historia. También la tienen esa madre y la niña pelirroja, que mira tímidamente a los tres hermanos, los hijos de camarero y dueño del bar, que más que estudiar, juegan sonrientes. Los mira y envidia su suerte.
Ella es hija única y en esta nueva ciudad a la que hace poco que se han mudado, no tiene amigas con quien jugar. Tampoco conoce a su padre y cuando el camarero comparte risas con sus hijos, a ella le arden los ojitos claros y alguna lagrima querría rodar por el mar de pecas de su cara.
Pero hoy los que rompen a llorar son los hijos asustados del dueño del bar, cuando su padre se tambalea tras la barra y un estruendo de vasos y vidrios rotos contra el suelo rompe la partida del rabino, las caricias llenas de ternura juvenil, las risas chismosas apartadas ahora de la pantalla del móvil. La joven madre se pone blanca, azarada.
- “Déjenme pasar, soy médico”… al momento indica con viva voz que alguien llame a un hospital, que manden con urgencia una ambulancia. El hombre sufre parada cardiaca.
El bar entero está ahora en pie y otros curiosos se agolpan en la acera, junto a la terraza… todos cuchichean sobre lo ocurrido…
- ¿Dónde está la ambulancia? Grita nerviosa la doctora.
Al fin llega. Los sanitarios atienden al hombre tendido aún detrás de la barra. Cada vez hay más gente, más lágrimas, más impaciencia. Alguien atiende y consuela a los niños. Los minutos parecen horas. Los sanitarios, al fin, abandonan la asistencia y lo que trasladan en la ambulancia es ya un cadáver aún caliente. La niña pelirroja se cuelga al cuello de su madre.
- Qué pena dan esos niños, ¿verdad mama? Nunca más podrán abrazar a su padre.
- No solo ellos niños, hija – le dice llorando la mujer – tu tampoco podrás ya abrazar al tuyo.
Autora del relato, Sara Puente Gracia
Relato presentado a concurso. Si te ha gustado, agradeceremos un comentario.
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